Hubo actos heroicos en la Segunda Guerra Mundial. Hubo quienes demostraron que, en medio de la más grande crueldad, la vida y la humanidad se abren camino a pesar del horror. Los casos de Pascalina Lehnert, el papa Pío XII, y aquellos sacerdotes católicos, pastores evangélicos, anglicanos, luteranos e incluso imanes musulmanes que se arriesgaron para proteger a los judíos perseguidos en el Holocausto son referencias globales e históricas. Entre esos actos heroicos en tiempos de confrontación, hubo también argentinos. El país mantuvo una política oficial de neutralidad hasta casi el final del conflicto, lo que permitió a sus diplomáticos operar en países bajo control nazi o en zonas de guerra. Aunque la Cancillería argentina emitió directivas restrictivas, como la infame Circular 11 de 1938, que limitaba la entrada de judíos al país, algunos diplomáticos actuaron por iniciativa propia para salvar vidas, desafiando órdenes o interpretándolas con flexibilidad.
Argentina, bajo los gobiernos de Roberto Ortiz, Ramón Castillo y, más tarde, los militares del golpe de 1943, optó por la neutralidad durante la mayor parte de la guerra, rompiendo relaciones con el Eje recién en enero de 1944 y declarando la guerra en marzo de 1945, cuando el desenlace era evidente. Esta postura, motivada por intereses económicos y un fuerte sentimiento anticomunista en sectores de la elite, contrastaba con la presión aliada para sumarse a su causa. Sin embargo, la neutralidad permitió a Argentina mantener embajadas y consulados abiertos en Europa, incluso en territorios ocupados por los nazis, lo que dio a sus diplomáticos una posición única para presenciar y, en algunos casos, actuar frente al genocidio.
La Cancillería emitió instrucciones que dificultaban la inmigración judía, reflejando una corriente antisemita en ciertos círculos gubernamentales y diplomáticos. No obstante, la autonomía de los funcionarios en el terreno, agravada por comunicaciones interrumpidas y la urgencia de la guerra, permitió que algunos tomaran decisiones humanitarias al margen de las políticas oficiales. Estos actos, a menudo no registrados formalmente por temor a represalias, han sido reconstruidos a través de testimonios, archivos y estudios históricos posteriores.
Uno de los casos más destacados es el de Luis Santiago Luti, quien sirvió en la embajada argentina en Berlín entre 1940 y 1944. Luti no solo fue un observador del horror nazi, sino que también intervino para proteger a judíos argentinos y otros bajo su jurisdicción. Desde su llegada, documentó las atrocidades en informes enviados a la Cancillería, como el de 1940 en el que describió las restricciones impuestas a los judíos en Berlín —toques de queda, carteles limitando sus compras a horarios específicos y reducción de raciones de carbón y ropa— y la masiva deportación de judíos polacos a campos de concentración. En 1943, Luti informó sobre la persecución acelerada que buscaba “la eliminación de los judíos por medio de la violencia”, mencionando el gueto de Varsovia como una “estación de tránsito” hacia destinos desconocidos —probablemente campos de exterminio como Treblinka, que él mismo citó por sus cámaras de gas—. Sus despachos, algunos interceptados por los nazis, muestran su rechazo al régimen, lo que lo puso en una posición delicada tanto con los alemanes como con sus superiores en Buenos Aires, quienes preferían mantener una neutralidad pragmática. Más allá de su rol como testigo, Luti logró un avance concreto en septiembre de 1943, cuando negoció con el gobierno alemán para que los ciudadanos argentinos de “raza israelita” en el Reich y el Protectorado de Bohemia y Moravia recibieran tarjetas de aprovisionamiento completas de alimentos y ropa, un privilegio que equivalía a salvarles la vida en un contexto de hambruna y persecución. Estas “laboriosas gestiones”, como él las llamó, beneficiaron a un número indeterminado pero significativo de judíos argentinos, aunque las limitaciones burocráticas y la vigilancia nazi restringieron su alcance. Luti regresó a Argentina en 1944 como parte de un canje de diplomáticos tras la ruptura con el Eje, dejando un legado de valentía y humanidad.
Ricardo Olivera, embajador en Berlín hasta 1942 y luego en Vichy hasta 1944, también desempeñó un papel clave. En Berlín, trabajó junto a Luti y apoyó sus esfuerzos para proteger a judíos argentinos. Uno de sus logros más notables fue la liberación de judíos griegos internados en el campo de concentración de Compiègne, en Francia, bajo la jurisdicción de Vichy. Olivera intentó extender la protección consular a estos judíos griegos argumentando su vínculo con Argentina, aunque esta iniciativa fue rechazada por la cancillería argentina. A pesar de ello, continuó brindando apoyo discreto y logró su liberación, un acto que salvó decenas de vidas. En Vichy, tras el traslado de la embajada, Olivera mantuvo su compromiso con los judíos argentinos atrapados en la Francia ocupada. Gestionó pasaportes y documentos que permitieron a algunos escapar de la deportación, aprovechando la relativa autonomía que le daba la distancia con Buenos Aires. Aunque sus acciones fueron limitadas por las políticas restrictivas de la Cancillería y la vigilancia nazi, su disposición a actuar lo distingue como un diplomático que priorizó la vida humana sobre las órdenes oficiales.
Alberto Saubidet, funcionario consular en París desde 1938, es otro ejemplo de resistencia silenciosa. Antes del estallido de la guerra, Saubidet otorgó visados a judíos que huían del nazismo tras los pogromos de la “Noche de los Cristales Rotos” (noviembre de 1938). Estos documentos permitieron a decenas, posiblemente cientos, de refugiados escapar hacia Argentina o terceros países vía rutas transatlánticas. Su labor, realizada en un momento en que la Circular 11 ya estaba en vigor, sugiere que interpretó las normas con flexibilidad o actuó al margen de ellas, asumiendo riesgos personales en una ciudad bajo creciente influencia nazi tras la ocupación de 1940. Aunque no hay registros exhaustivos de la cantidad exacta de visados emitidos por Saubidet, su nombre aparece en testimonios de sobrevivientes y en estudios históricos como un símbolo de compasión en un consulado donde otros funcionarios aplicaban las restricciones con rigor. Su trabajo en París, un punto clave para los refugiados judíos antes y durante la guerra, subraya cómo las acciones individuales podían contrarrestar la política oficial.
León Schapiera, cónsul en Bremen en 1938, también se destacó por su ayuda a judíos perseguidos. Durante los meses previos a la guerra, emitió visados a judíos alemanes que buscaban escapar tras la intensificación de las políticas antisemitas. Bremen, un puerto importante, era una vía de salida para quienes intentaban llegar a América, y Schapiera aprovechó esta posición para facilitar su huida. Al igual que Saubidet, sus acciones desafiaron las directivas de la Cancillería, lo que lo expuso a posibles sanciones internas, aunque no hay evidencia de que fuera castigado formalmente. La labor de Schapiera fue particularmente significativa en 1938, cuando la anexión de Austria y los eventos de la Noche de los Cristales Rotos dispararon la emigración judía. Sus visados, aunque limitados en número por las cuotas impuestas, salvaron vidas al permitir el éxodo hacia Argentina o destinos intermedios antes de que las fronteras se cerraran aún más con el inicio del conflicto.
En Rumania, José Carelos Ponti, diplomático en Bucarest, se opuso abiertamente a las leyes antisemitas del régimen pro-nazi. En sus informes, describió estas medidas como una “esclavitud adornada con humillación física y moral”. Más allá de sus palabras, Ponti actuó directamente: libró a una menor judía de un campo de exterminio presentándola como su hija adoptiva, un gesto que combinó valentía y astucia legal. Aunque este caso específico es el más documentado, es probable que haya ayudado a otros judíos rumanos o argentinos bajo su protección consular, aprovechando la confusión administrativa de la guerra.
Roberto Levillier, embajador en Montevideo y luego en París, también contribuyó al rescate de judíos. En Montevideo, otorgó un permiso a una pareja italiana de origen judío, lo que provocó una denuncia del cónsul argentino fiel reflejo de las tensiones internas entre diplomáticos humanitarios y los alineados con las políticas restrictivas. En París, Levillier continuó esta labor, concediendo permisos a refugiados judíos, a menudo en colaboración con colegas como Saubidet. Sus acciones, aunque menos conocidas, muestran una coherencia en su rechazo a la persecución nazi.
Diplomáticos como Manuel Malbrán en Italia y Ricardo Marcó del Pont, asesor letrado en el Ministerio, también se opusieron a decisiones arbitrarias y facilitaron la salida de judíos, aunque con menos detalles documentados. Estos esfuerzos, individuales y a menudo clandestinos, contrastan con la actitud de muchos colegas que aplicaban las restricciones con celo o incluso denunciaban a los humanitarios.
La neutralidad argentina, aunque criticada por los Aliados, creó un espacio ambiguo donde estos diplomáticos pudieron operar. Sin el respaldo oficial del gobierno, sus acciones dependieron de su iniciativa, coraje y, en ocasiones, del silencio cómplice de sus superiores inmediatos. No eran una “red” organizada como la de Raoul Wallenberg en Suecia, sino agentes aislados que, en conjunto, salvaron cientos, posiblemente miles, de vidas.
Luis Santiago Luti, Ricardo Olivera, Alberto Saubidet, León Schapiera, José Carelos Ponti y Roberto Levillier, Manuel Malbrán, Ricardo Marcó del Pont, entre otros, representan un capítulo luminoso en una época sombría. Enfrentados al horror nazi y a las limitaciones de su propio gobierno, eligieron la humanidad sobre la obediencia ciega. Sus historias, reconstruidas a partir de archivos, testimonios y reconocimientos tardíos —algunos han sido propuestos como “Justos entre las Naciones” por Yad Vashem—, son un testimonio de que incluso en la neutralidad y la burocracia, la voluntad individual puede marcar la diferencia.