Hace unos años, una periodista estadounidense contaba en una nota del New York Times, escrita en primera persona, que había dejado que sus hijos de unos 8 y 10 años planificaran las vacaciones familiares en Buenos Aires. La autora decía que a ella y a su marido se les había ocurrido viajar a la Argentina para que sus niños practicaran español, idioma que los chicos estudiaban y los adultos —los padres— no sabían hablar, y que los habían alentado a que ellos mismos armaran el itinerario y escogieran los paseos que harían en la ciudad.
Además de contener muchas visitas a heladerías y sitios con gran variedad de oferta de azúcar, en la nota, la madre periodista mostraba cómo cuando iban a cada lugar, como museos o restaurantes, y los niños, por ser los únicos que manejaban el idioma, se dirigían a los adultos que los recibían para pedir lo que deseaban —tickets, el menú, los platos que escogían para comer— sus interlocutores miraban inmediatamente a los padres y se dirigían a ellos en lugar de responder a los niños que les hablaban. La experiencia, que se repitió durante todas las vacaciones, le sirvió a la madre para advertir la poca validez que se la da a la voz de los niños y niñas en el mundo adulto.
Eso, exactamente, es el adultocentrismo.
Las niñas y niños (nos) dicen
“El adultocentrismo es algo que se ve al revés de como lo ve un/a niño/a” (chica, 9 años, España). “Para mí el adultocentrismo es que lxs adultxs crean que son superiores o que tienen la razón en todo solo por ser mayores” (chica, 13 años, Argentina). “Creen que lo que digo no es en serio”, (chica, 8 años, México). “No por el simple hecho de ser mayores significa que sean sabios o algo por el estilo, hay veces en las que los niños sí tienen la razón y ellos tienen que aprender a reconocerlo” (chico, 13 años, Chile). “[Creen] que tienen la razón en todo” (chico, 18 años, España). “Restan importancia a nuestros sentimientos” (chica, 17 años, Argentina). “Que los adultos y adultas no respeten a los niños y las niñas ni nos escuchen” (chica, 7 años, Argentina).
Estas son solo algunas de las respuestas entre los casi 200 testimonios que recoge el libro Adultocentrismo. ¿Qué piensan chicas y chicos?, ideado por los sociólogos Santiago Morales —argentino, investigador de CONICET, divulgador, padre y activista con años de trabajo dedicado a repensar las infancias— y Marta Martínez Muñoz —española, investigadora y evaluadora de políticas de infancia y diseñadora de metodologías que promuevan la participación protagónica de niños y adolescentes en España, Europa y América Latina—, y editado por Chirimbote.
Los protagonistas del texto, quienes responden y dan forma a la obra, tienen entre 5 y 25 años —pese a que las preguntas estaban dirigidas, en principio, a personas menores de 18—. Son de Argentina, México, España, Chile, Colombia, República Dominicana y Panamá. A todos les enviaron las mismas consignas que buscaban que dieran sus propias definiciones de adultocentrismo, que contaran cómo piensan que les afecta y qué consejos le darían a las personas adultas para mejorar su relación con ellos, con ellas.
El resultado es un libro que desgrana el concepto de adultocentrismo e intenta suplir su ausencia en sitios autorizados como el Diccionario de la Real Academia Española, por ejemplo. Pero no solo como una mera cuestión etimológica, sino rodeando y abriéndolo para acercar a todas las personas su real significado en la vida cotidiana: es decir, pone en evidencia las prácticas que lo llenan de sentido y hacen que este término se convierta más bien en un conjunto de acciones —pequeñas y enormes— que impactan directamente en la vida de las niñas, los niños y adolescentes y en su vínculo con los adultos que los rodean.
El resultado, también, es un texto que sacude e invita a reflexionar a todos aquellos que tenemos niños y niñas a nuestro cuidado, a revisar nuestras formas de criar y acompañarlos a descubrir el mundo.
“Aquello que no se nombra no existe”
Con esta frase contundente del pensador George Steiner abre el texto que se apura en explicar la ausencia del término “adultocentrismo” en la máxima referencia del español ilustrado, como es el Diccionario de la RAE y, en cambio, su omnipresencia en la vida diaria: “Hay adultocentrismo en las aulas escolares, en la crianza familiar, en el diseño e implementación de políticas públicas (o en la ausencia de estas), incluso en las zonas de juego de los parques infantiles en cualquier ciudad del mundo”, se lee en las primeras líneas de esta investigación que brotó como idea en 2021.
—El motivo inicial tenía que ver con reconocer la ausencia de un libro que estuviera al alcance de cualquiera que quisiera conocer en profundidad qué es el adultocentrismo, pero escrito con transparencia lingüística y con rigurosidad científica. Se me ocurrió la idea y le mandé un mensaje de audio a Marta. Ella rápidamente se entusiasmó, lo conversamos y estuvimos de acuerdo que hacía falta ese libro. Que en español, por lo menos, no existía. Y como suele pasar en el diálogo que vamos construyendo, una iniciativa se transforma en una contrapropuesta —recuerda Santiago.
Marta, a quien conoce hace una década por el Movimiento Latinoamericano y del Caribe de Niñas, Niños y Adolescentes Trabajadores (MOLACNNATS) —un organismo que exige a la sociedad y a los Estados el acceso y reconocimiento de los derechos de los niños, niñas y adolescentes— le retrucó que si se trataba de reflexionar sobre adultocentrismo, la voz debía ser entonces la de quienes se ven impactados por él: “Me parece estupenda la idea, pero no tenemos que hacer algo escrito simplemente por vos y por mí, sino que tenemos que buscar la manera de incorporar, hacer cuerpo, las voces de las nuevas generaciones porque tenemos que escribir un libro sobre el adultocentrismo que no replique una práctica adultista muy recurrente que tiene que ver con considerar que nadie mejor que las personas adultas para pensar el mundo, incluso aquello que afecta a las niñeces”.
—Y ahí poco a poco lo fuimos cocinando.
Otra de las motivaciones de los coautores y promotores del texto fue el hecho de observar “la necesidad, el deseo, la búsqueda o inquietud de muchas educadoras, educadores, profesionales del campo de la infancia, de la juventud, incluso de madres y padres que querían saber un poco más de qué estamos hablando cuando hablamos de adultocentrismo —señala Santiago—. Es decir, lo pensaron también para acercar herramientas comprensibles a todas aquellas personas cercanas a los niños, niñas y adolescentes que reflexionan y se replantean sus vínculos y la manera de interactuar con ellos. La meta, entonces, era ofrecer “un trabajo sólido, en términos científicos, en un lenguaje para todo público, que permitiera una aproximación que haga pensar”.
Y arrojar luz en las acciones o los modos de vincularse que encierra el concepto, para desmadejar el ovillo que a veces se hace sobre sí mismo.
—Veíamos que, en tanto categoría, el término se usaba y se sigue usando de modo intuitivo: muchas personas veían adultocentrismo donde no lo había o creyendo no reproducirlo, lo reproducían o impugnaban, descartaban la sola idea de problematizar el adultocentrismo creyendo que eso significaba un desdibujamiento del rol de cuidado, de las responsabilidades adultas, que negaba un ejercicio legítimo de autoridad. Entonces, ante esa confusión general, quisimos ofrecer ideas. Construidas con tres grandes aportes: el de las niñeces y juventudes que participaron del cuestionario que da origen al libro; el nuestro, en tanto sociólogo y socióloga que investigamos hace muchos años los universos de las nuevas generaciones; y el del conjunto de teorías, de investigadores, investigadoras, educadores, educadoras que desde hace décadas vienen cuestionando el autoritarismo legitimado en las relaciones intergeneracionales.
Más coherencia, por favor
—“Me retás porque le grité a mi hermano y lo hacés gritando. Me decís que no mire el celular y te la pasás mirando el celular. Me decís que colabore con las cosas de la casa y estás echado en el sillón. Me pedís que me lave las manos cuando entramos a casa y vos no lo hacés”. Esa sensibilidad muy a flor de piel que tienen las niñeces de 6, 7, de 10, de 14, o 17 años, expresa algo que para el orden establecido es peligroso: la búsqueda de coherencia.
Santiago explica de forma simple el reclamo —quizás el principal— de los niños y adolescentes y deja en evidencia el sinsentido que atraviesa al mundo adulto con sus pretensiones de que los pequeños y jóvenes respondan y actúen de una manera que muy a menudo es exactamente la contraria a la que ven de sus mayores.
—¿Qué pasaría si nuestra sociedad se manejara con otro criterio ético? ¿Si las autoridades políticas, si los dirigentes empresariales, si los dueños más importantes del capital, si los trabajadores y trabajadoras actuaran cotidianamente bajo ese prisma ético de coherencia? Se produciría una verdadera implosión en el régimen institucional de nuestras sociedades. Porque la mayoría de las instituciones funcionan en base a una contradicción explícita, muchas veces, o implícita, en otros casos. Si ponemos como ejemplo la escuela y la familia, nos encontramos con que la escuela busca enseñar la importancia de la democracia bajo un régimen que, en los hechos, impone más la obediencia en los y las estudiantes que un criterio propositivo, cuestionador y transformador de la propia dinámica cotidiana de la institución. Y si pensamos en la familia, observamos que quienes somos madres o padres consideramos que lo mejor que puede hacer nuestro hijo o hija es ser obediente, hacer aquello que le pedimos cuando se lo pedimos. Ahora, si nos cuestionan, si tienen una mirada distinta a la nuestra, si les gustan cosas diferentes a lo que nos gusta o a lo que nos gustaría que les guste, muchas veces sentimos nuestro poder adulto amenazado.
Así oído —o leído— resulta evidente la demanda de los niños y adolescentes de que el mundo “hecho por personas adultas para las personas adultas” comience a tener un poco más de coherencia, que sus figuras de referencia, mínimamente, hagan lo mismo que les piden o exigen a ellos y no diametralmente lo opuesto. Y que estén dispuestos a escuchar y considerar lo que tienen para decir.
—Realmente el libro busca ser un punto de partida para reinventar el mundo en un sentido que sea más justo con las niñeces, no para las niñeces. Esa es su apuesta radical. Partiendo de un dato observable e indiscutible que es que cada vez vivimos peor y que el mundo debe ser reinventado, debe ser transformado.
Entre el autoritarismo y la niñocracia: la búsqueda de una relación simétrica
Un punto en el que el sociólogo coautor del libro hace mucho hincapié, es en el objetivo de desenmarañar al adultocentrismo en cuanto a lo que este concepto no implica: no implica dejar de cuidar ni de poner límites respetuosos y necesarios a los niños, niñas y adolescentes, ya que los necesitan para su desarrollo pleno y para aprender las normas de la vida en sociedad. No implica hacer todo lo que los niños deseen, a ciegas. Tampoco que ellos hagan lo que los adultos deseamos, a ciegas, a fuerza de coerción, amenazas o castigos que solo siembran miedo y distancia en los vínculos. Tampoco implica —o no debería implicar— abrir otra valija llena de nuevos mandatos —y de nuevas culpas— para madres y padres que quieren criar de un modo diferente.
—Cuando cuestionamos el adultocentrismo —explica Santiago— lo que estamos señalando críticamente es que la edad de una persona no puede ser argumento suficiente para que sea tratada como autoridad. Las chicas y los chicos no deben respetar a los más grandes porque son más grandes, deben respetarlos porque son personas, del mismo modo que las personas adultas debemos respetar a los chicos y a las chicas porque son personas. El criterio de la edad lo que nos informa es que tenemos distintas experiencias, distintas miradas del mundo, quizás, diferente tiempo cronológico vivido, más posibilidad de estudio, otro tipo de racionalidad, pero ni mejor, ni superior, ni más confiable, definitivamente.
Tampoco se trata de vivir en “una niñocracia” y, en pos de no replicar conductas adultocéntricas, ceder a todos los deseos de los chicos y las chicas. De ese modo también se reproduce, dice el sociólogo, una práctica poco prodigiosa al no hacernos cargo de la responsabilidad de acompañar y guiar que nos toca a los mayores en la crianza o en las aulas o en los ámbitos en los que escoltamos a los más pequeños.
—Lo que las chicas y chicos demandan, y que hace parte del libro, es fundamentalmente que el mundo adulto les escuche más. Pero eso no quiere decir que hagamos todo lo que nos dicen. Porque en ese caso, lejos de relacionarnos intergeneracionalmente de un modo no adultista, lo que estaríamos haciendo es reproducir el adultocentrismo de un nuevo modo: cumplir todo lo que desean habla de un trato paternalista y por lo tanto reproductor de una relación desigual de poder. Cuando las chicas y chicos reclaman escucha, lo que demandan es que no les miremos como personas sin capacidad de pensamiento, sin capacidad de saber cuáles son sus sentimientos o de tener un juicio propio sobre el mundo y su contexto.
Santiago hace zoom en esto y subraya, para que no queden dudas, que criticar o desandar el adultocentrismo no tiene que ver con corrernos del lugar de autoridad que toca ejercer con niños y niñas, “lo que nos demandan es que no seamos déspotas. Y al mismo tiempo que no seamos permisivos. La autoridad es el resultado de un vínculo, es una posibilidad. Las personas adultas, docentes, profesionales de la salud, madres, padres, educadores, podemos volvernos autoridad de las niñeces que nos rodean o no”.
Por mucho tiempo se pensó que los niños debían tratar a una persona como autoridad por el mero hecho de ocupar un rol determinado y ser mayor “y eso legitimaba violencias de todo tipo y, en definitiva, la obediencia como principal virtud de la infancia. Y ya está comprobado que sociedades que educan a las nuevas generaciones en la obediencia construyen modos de relación social menos disfrutables, más infelices, en definitiva, más injustos”.
Todo es bastante más simple.
—Lo que dicen las chicas y chicos es: “Queremos que nos traten bien, queremos que reconozcan que tenemos sentimientos propios, que tenemos necesidades, que tenemos ideas y que por ser más chicos o más chicas no somos menos personas ni debemos ser tratadas como gente con menos valor”.
El desafío de ser adultos diferentes para acompañar mejor a los adultos del futuro
—¿Cómo se hace para criar o acompañar de otro modo, con disponibilidad, con presencia, en un mundo que no da respiro?
—Para mí la respuesta a eso es intentándolo. Siempre que intentamos algo ensayamos y, por lo tanto, nos equivocamos, acertamos, revisamos lo que hicimos bien y lo que hicimos mal y volvemos a intentar. Es un proceso inacabado, dialéctico, colectivo, no individual, que nos demanda a las personas adultas un ejercicio de honestidad intelectual permanente. De lo que se trata, me parece, es de reconocer que tenemos un desafío por delante, que nos vamos a equivocar. No hay que evitar esa incomodidad sino buscar genuinamente convertirnos en la persona adulta que hubiésemos querido tener cerca cuando crecíamos. Intentarlo. Pero para eso debemos reconocer que es con las niñeces, es con las chicas y chicos. Es en diálogo con ellas y con ellos.
Todo parece tratarse de eso: escuchar a las niñas, niños y adolescentes, conversar con ellos acerca de lo que piensan sobre las diferentes situaciones que nos atraviesan, tener en cuenta sus deseos y opiniones.
—Las niñas y niños no son el problema, son parte de la solución. La crítica al adultocentrismo, fundamentalmente, lo que persigue es que las personas adultas asumamos un desafío. Necesitamos dejar de excluir a los chicos y chicas en la elaboración de diagnósticos, en el reconocimiento de problemas comunes y el diseño de soluciones posibles que los afecten. Si lográramos como sociedad que las chicas y los chicos tuvieran espacios de representación ante el Estado y sus instituciones, por ejemplo, el sistema adultocéntrico se vería menos fortalecido.
Santiago pone el foco, los niños y niñas, más bien, ponen el foco, piden a gritos, la escucha, pero una escucha real, honesta. La que causa algo en el otro.
—Ahí está el secreto de la escucha verdadera, cuando a partir de lo que la otra persona dice, yo me transformo. Si no, no hay escucha, hay monólogos, hay información que va y viene en el mejor de los casos. Insisto, no se trata de hacer aquello que nos dicen, sino de pensar juntos desde una lógica de respeto. Eso quiere decir que yo te trato con respeto y vos me tratás con respeto. Entonces, cuidarlos, sí; reconocer la complejidad del mundo, sí; intentar tomar decisiones con ellas y con ellos que beneficien el contexto donde crecen, sí; y al mismo tiempo intentar ser coherentes entre lo que decimos que debería pasar y lo que pasa o hacemos.
El libro Adultocentrismo. ¿Qué piensan chicas y chicos? —que está a la venta a través de la tienda de Chirimbote, en librerías afines y en formato ebook en la página de Octaedro (www.octaedro.com), la editorial que publicó originalmente el libro en Barcelona el año pasado— irrumpe en el mes de las infancias como un aporte que busca iluminar un fragmento del turbulento universo de las ideas que habitamos, específicamente el que concierne a los derechos de niñas, niños y adolescentes. Un aporte vinculado “con el reconocimiento de su dignidad, con la necesaria valentía del mundo adulto para ponerse a la altura de la demanda casi revolucionaria de toda niña y niño que nace, que mira a los ojos con un pedido: divirtámonos. Disfrutemos de encontrarnos. Eso es lo que toda niña, niño o niñe espera y demanda explícita o implícitamente al mundo adulto que lo recibe en este caos”.