A 40 años de la caída del clan Puccio: un arresto de película y cómo “Maguila” quedó libre sin cumplir su condena

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Arriba de izq. a der. Alejandro, Silvia y Daniel

El primer contacto fue una voz que no quería conversar, sino anunciar:

—Buenas noches. Hablamos del “Comando por la reivindicación de los Derechos Humanos”, […] en el día de la fecha hemos procedido a la detención de vuestra señora madre […]. Trasládese al domicilio de su madre […], recibirá instrucciones dentro de una hora.

Del otro lado de la línea, según los registros de llamadas recopilados por la Justicia, Oscar Prado no llegó a responder. Era la noche del 23 de julio de 1985. Prado tenía 36 años y hacía horas se preguntaba dónde estaría su madre y por qué no había llegado a la agencia de venta de autos que la familia administraba sobre la avenida Independencia, en el barrio porteño de Almagro.

Cada día, alrededor de las 20, la madre —Nélida Bollini de Prado— salía de su departamento y caminaba seis cuadras hasta la concesionaria, donde pasaba un rato con su hijo y juntos cerraban el negocio. Así era siempre. Hasta esa noche. Hasta ese llamado.

Durante cuatro meses Arquímedes Puccio, un contador y exfuncionario de la Cancillería, quien hacía del secuestro y asesinato un negocio familiar, la había estado vigilando. Uno de los socios criminales de Puccio la había marcado. El perfil de la mujer era una promesa para la banda: viuda, con propiedades y dos hijos dispuestos a pagar por su rescate.

Arquímedes y uno de sus hijos, Daniel —apodado “Maguila”—, aprendieron la rutina nocturna de la mujer. La salida del edificio. La caminata por la vereda impar de la calle Mármol. El desvío corto por la avenida Independencia. La entrada a la agencia de autos.

Esa noche una voz interrumpió la secuencia.

—¡Prado!

—¿Sí? —alcanzó a decir la mujer, que en segundos desapareció tragada por una de las puertas de una Mitsubishi amarilla con franjas naranjas.

Esa noche y las siguientes, a lo largo de un mes, se extenderían los llamados.

—Hola, ¿Oscar? —preguntó el 27 de julio, cuatro días después del secuestro, la voz. Era otra diferente a la de la primera llamada y a la que había sobresaltado a Bollini de Prado en la calle, pero para entonces los hijos de la mujer se habían acostumbrado a hablar con distintas voces masculinas que muchas veces se identificaban bajo un mismo nombre: Mario.

—Sí —asintió Oscar.

—Se cortó.

—Sí, se cortó.

—Tiene que ir al domicilio de su madre.

—Sí, señor.

Los secuestradores pactaban horarios y teléfonos a los que llamarían. Era 1985, las conversaciones telefónicas se caían en forma abrupta. En una misma noche los llamados podían empezar en el departamento de la madre de los Prado, seguir en la casa de los hijos y pasar de la casa de los hijos a la concesionaria y de la concesionaria a un galpón familiar.

—Bueno escúcheme, nos vamos a comunicar mañana en la calle Quintino Bocayuva porque este teléfono es muy difícil —dijo la voz —una de las tantas— días más tarde.

—No anda, señor, ese teléfono hace tres meses que no anda —respondió Oscar.

—¿No anda ese?

—No anda.

—Y, este es muy difícil, es un infierno —se quejó la voz.

—Bueno, qué quiere que haga… digáme señor.

En algunos contactos, la voz en el teléfono enviaba a los hermanos Prado a una dirección precisa, a buscar objetos en el frente de una casa abandonada. Ahí solían encontrar un cassette o un sobre de papel madera o un atado de cigarrillos que guardaba indicaciones.

En textos escritos a máquina se detallaba cuánta plata recaudar —186.000 dólares, el número crecería a 250.000—, qué tipo de billetes incluir —usados, sin numeración correlativa, ni marcados— y dónde colocarlos —en un bolso cerrado, sin traba ni llave—. “Cualquier transgresión ocasionará de inmediato la suspensión del operativo”, advertían los documentos. Recurrir a la Policía, denunciar el secuestro, significaba la muerte de la mujer.

Pero los Puccio y sus colaboradores ignoraban que la familia Prado había roto esa orden. La denuncia estaba hecha desde casi el inicio del secuestro.

Nélida Bollini de Prado fue la última secuestrada y única sobreviviente del clan Puccio

—Yo no puedo reunir ese dinero, para colmo es sábado. Hoy fui a ver a dos o tres amigos. Llego a tener 41.000 dólares acá —presionó en una de las negociaciones posteriores Oscar.

—Bueno, escúcheme, tómese el tiempo que usted quiera.

—Sí, pero no es fácil. La gente no tiene plata. Yo escucho el casette de mi mamá…

—Yo soy otra persona, no puedo tener diálogo con usted. ¿Mañana a qué hora quiere que llamemos?

—Y no sé, llame a la noche pero deme tiempo, lo único que le pido.

—Está bien, tiempo tiene todo el que quiera.

—Otra cosa señor, le pido por favor, ¿Mi mamá cómo está?

—Está perfectamente bien.

—Cuando yo escucho el casette… ¿Ella qué come? ¿Está comiendo bien?

—Sí.

¿Usted es lo mismo que con la otra persona?

—No, no es lo mismo. Nosotros lo vamos a llamar mañana a las 20.

—Entonces, cómo hago con la otra persona, ¿Quién es?

El secuestrador cortó. Lo mismo hizo Oscar. También, la policía que en simultáneo seguía el origen del llamado.

La celda diminuta estaba en el sótano de la casa. A Nélida Bollini de Prado la encadenaron a la pared y la pusieron sobre un catre, entre cuatro paredes cubiertas con papel de diario.

La Policía Federal trabajaba en forma conjunta con Entel, la empresa estatal de telecomunicación de la época. Juntos trazaron un mapa con cada llamada. La repetición reveló un patrón: los secuestradores usaban teléfonos públicos ubicados en el centro y sur de la Ciudad de Buenos Aires.

El 23 de agosto de 1985, un mes después del rapto, se montó la trampa. Entel dejó fuera de servicio decenas de teléfonos públicos situados dentro del área de acción de los Puccio. La estrategia era forzarlos a usar alguno de los aparatos que seguían en funcionamiento.

El teléfono público de una estación de servicio de las calles Gregorio de Laferrere y Mariano Acosta, en el barrio porteño de Parque Avellaneda, tenía tono. Y los Puccio lo usaron.

Distribuidos en la zona, en autos particulares, vestidos de civil, los policías esperaban. La orden para actuar era una clave de tres palabras.

Cuando la llamada de los Puccio entró en la central telefónica, la radio policial transmitió la clave —“Tero en el aire”— y la dirección exacta de la estación de servicio.

En ese instante, todos se dirigieron hacia la gasolinería. El subcomisario Luis Rubén Motti y la suboficial Liliana Zunini —embarazada de tres meses— fueron los primeros en llegar.

Ahí parados, a pocos metros del teléfono público, estaban Arquímedes Puccio, su hijo Daniel y uno de los colaboradores de la banda, Guillermo Fernández Laborda.

Frente a la voz de alto, Daniel intentó escapar pero fue atrapado. Arquímedes permaneció calmo, quieto. Entre su ropa tenía el diario Crónica. Al diario le faltaba la tapa, que minutos más tarde apareció tirada en una fosa de la estación. Algunos testimonios dicen que, al desplegarla, los policías encontraron los nombres de distintos integrantes de la familia Prado y sus respectivos números de teléfono. Otros afirman que la tapa tenía escrita la firma de Bollini de Prado; era una prueba de vida.

Sea como fuere, los policías habían detenido a los secuestradores, pero la mujer seguía cautiva. Restaba saber dónde estaba y liberarla. Daniel, “Maguila”, habría sido el primero en confesar:

La tenemos en el sótano de mi casa.

En el sótano de la casona, detrás de un armario, se escondía la celda donde mantenían cautiva a Nélida Bollini de Prado

Para llegar a la casona de los Puccio, en Martín y Omar 544, en el centro histórico de San Isidro, un grupo de efectivos rodeó la manzana, entró a través del portón de la vivienda, bajó al sótano y retiró un armario que ocultaba una puerta. Del otro lado, estaba Bollini de Prado. Había sobrevivido sentada en una cama de sábanas manchadas, con un grillete en el tobillo que la encadenaba a una pared.

La Policía rescató a la mujer y arrestó a Alejandro Puccio, el hijo mayor de la familia, y a su novia, quienes estaban en la casa cuando ocurrió el allanamiento. Entre las 21:45 y las 22:15 de esa noche, a las detenciones de Alex —como lo apodaban— y su pareja se les sumaron las de Silvia y Adriana Puccio, otras hijas del matrimonio, y Estefanía Angeles Calvo, la madre del clan.

La noticia se esparció en la cuadra, en el barrio, en el Club Atlético de San Isidro (CASI), donde Alejandro jugaba al rugby, y en la Catedral que la familia visitaba cada domingo. Entre los vecinos, la única pregunta posible nacía de un error: “¿Asaltaron a los Puccio?”.

Alejandro Puccio, el mayor y más popular de los hijos, era un famoso wing tres cuartos del CASI y exintegrante de Los Pumas

Un mes después de los arrestos, la jueza a cargo de la investigación, María Romilda Servini, hizo un pedido insólito aunque fundado en la sospecha de que detrás del caso existía una trama delictiva por descubrir.

Pidió que se presentaran en el Palacio de Tribunales aquellas personas que habían sufrido un secuestro o el secuestro de un familiar en Capital y en Gran Buenos Aires a partir de 1982. En los despachos judiciales de la época se empezaban a relacionar investigaciones irresueltas con el modus operandi de los Puccio. La captura de otros implicados, peritajes y confesiones de algunos de los secuestradores, conectarían, años más tarde, los cabos sueltos.

El clan Puccio actuó entre 1982 y 1985. Su actividad criminal incluyó cuatros secuestros y tres asesinatos.

El clan Puccio debutó el 22 de julio de 1982, con la captura del empresario Ricardo Manoukian. El joven de 24 años, hijo de los dueños de la cadena de supermercados Tanti, estuvo atado durante nueve días en la bañera de la casa de los Puccio hasta ser asesinado de tres tiros en la nuca. La familia había pagado su rescate. Alejandro fue el entregador. Eran amigos.

La segunda víctima fue el ingeniero Eduardo Aulet, desaparecido el 5 de mayo de 1983. Lo interceptaron mientras circulaba en su auto por Libertador y Austria, en el barrio porteño de Recoleta. Le hicieron señas y él detuvo su marcha. La familia pagó 100.000 dólares. Los Puccio lo asesinaron apenas cobraron el rescate. Su cuerpo apareció cuatro años más tarde. Aulet también conocía a Alejandro. Jugaban juntos al rugby.

El empresario Emilio Naum, dueño de la firma de ropa y zapatos Mc Taylor, también tenía el destino marcado por el clan. El 22 de junio de 1984 paró su auto cuando vio que Puccio le hacía señas. Ya era un secuestrado más. Al darse cuenta, se resistió. Lo mataron de un tiro en el pecho.

“Maguila”, eludir el sistema para quedar impune

En Argentina, un condenado a prisión puede esconderse. Esperar. Y, una vez cumplidos los años de cárcel que le impuso la Justicia, reaparecer, sin que nadie lo detenga. Eso hizo Daniel “Maguila” Puccio.

En 1998, Daniel fue condenado por participar del secuestro de Nélida Bollini de Prado. Lo sentenciaron a 13 años de cárcel. Pero eludió su castigo. Estuvo prófugo más de una década. Y en 2011 la Justicia declaró extinguida su pena.

Daniel era el segundo hijo varón del matrimonio Puccio. Sus amigos, sus padres, sus hermanos lo apodaban “Maguila” por el gorila de un dibujo animado popular en los años 60. Antes del secuestro de la mujer, vivió en Australia y en Nueva Zelanda. Su padre le enviaba cartas en las que lo invitaba a volver, le hablaba de futuros negocios y le pedía que leyera entre líneas cuando le mencionaba esos negocios. Maguila no era tonto, conocía a su padre: sabía que lo que le proponía era ilegal.

Los familiares de las víctimas creen que

En 1985 Maguila volvió al país y enseguida empezó a trabajar en el secuestro de la mujer. El 23 de agosto lo detuvieron en la estación de servicio.

Después del arresto, Maguila estuvo casi tres años preso. Pero su causa se demoró tanto que, en 1988, lo liberaron a la espera del juicio. Diez años más tarde, cuando por fin lo condenaron, ya estaba prófugo. Fue el único integrante de la banda que no cumplió ni un día de la pena que le impusieron. Se cree que permaneció un tiempo en Brasil y en Nueva Zelanda. También, en la provincia de San Luis. Fue paciente. Esperó. Dejó que el tiempo hiciera su trabajo.

En derecho penal, el tiempo es muy importante. Salvo excepciones, como los delitos de lesa humanidad y otros, el Estado tiene un límite temporal para investigar, juzgar y condenar un delito. Eso garantiza que existan plazos razonables y, si esos plazos no se cumplen, el delito o la pena prescriben.

En 2019 lo detuvieron en Brasil con documentos falsos. Fue a parar a la prisión de Pinheiros, en San Pablo, por averiguación de antecedentes. (TV Globo)

En el Código Penal argentino hay dos tipos de prescripción. La de la acción penal y la de la pena. La diferencia es que una corre antes de que haya una condena y la otra, después. En el caso de Maguila lo que prescribió fue la pena.

Lo condenaron a 13 años. Y, como pasó escondido todo ese tiempo, la pena caducó. Venció. Así, quedó libre, no por ser inocente, sino por haber permanecido oculto el tiempo necesario.

El 29 de agosto de 2011, la Justicia declaró la extinción oficial de su pena. Dos años después, “Maguila” visitó los tribunales de Lavalle y, en un certificado, se llevó su boleto de libertad. Ya nadie podía detenerlo ni obligarlo a cumplir su pena.

Esta postura de la ley genera polémica porque en algún punto premia al condenado y deja a las víctimas con la sensación de que no hubo justicia.

¿Existe el derecho a salirse con la suya? Maguila es el ejemplo de un hombre que eludió el sistema para quedar impune.