Pasaron dos días para que el cuerpo sin vida de Diane Arbus fuera encontrado por un amigo en el interior de su casa, ubicada en un edificio histórico de Nueva York. La fotógrafa de mirada distinta, sin desprecio a los cuerpos y que obligaba a las interpelaciones, había acabado con su vida, cansada de no poder lidiar con la depresión que la persiguió por años. Los trastornos que acorralaban su mente y su sensibilidad pesaron más que todo el arte que aún tenía para dar. El 26 de julio de 1971, a los 48 años, decidió que ya había vivido lo suficiente.
Unos años antes, Diane había contado: “Yo subo y bajo mucho”, al referirse a los episodios depresivos que padecía, similares a los que sufrió su madre; más afectada, quizás, por una doble hepatitis, que dejaron secuelas. Su muerte abrupta dejó un vacío en el mundo del arte, pero también selló a fuego su objetivo en vida: dejar un profundo legado fotográfico y una nueva manera de mirar al mundo.
Diane no solo capturó imágenes: capturó presencias. Y lo hizo mirando de frente donde otros bajaban la vista. Con su cámara Rolleiflex colgada del cuello, Arbus transitó barrios, ferias, hospitales psiquiátricos, playas, parques y hoteles baratos. Allí encontró lo que las revistas ocultaban: cuerpos no normativos, personas trans, niños solitarios, ancianos desnudos, personajes del circo y la vida nocturna. No buscaba el morbo ni generar empatía fácil. Su arte pasaba por una honestidad brutal, una necesidad de enfrentar aquello que se escondía y de dignificar a quienes eran socialmente marginados.
Eso hizo que su trabajo fuera profundamente contracultural, en tiempos en que prevalecía lo estético. Mientras la publicidad y la moda ofrecían un ideal de belleza homogéneo, Diane mostraba “lo raro”, haciendo de la incomodidad una forma de arte. “Una fotografía es un secreto sobre un secreto. Cuanto más te dice, menos sabes”, dijo alguna vez.
Las primeras fotos: de la moda al desencanto
Diane Nemerov nació en Nueva York el 14 de marzo de 1923, en el seno de una adinerada familia judía que se dedicaba al negocio textil para la alta costura. Su padre, David Nemerov, dirigía la empresa familiar peletera y eso le permitió a Diane tener un contacto temprano y directo con el mundo de la moda. Creció rodeada de lujo, arte y privilegios de clase, aunque nada de eso impidió que su infancia fuera solitaria. Su madre sufría episodios depresivos y su papá se dedicaba a trabajar a tiempo completo. Con Howard, su hermano mayor, tenía una relación turbulenta. La ultima biografía de la artista habla de una relación incestuosa entre ellos, que inició muy temprano y terminó dos semanas antes de su muerte.
Desde la adolescencia tuvo una sensibilidad particular que la hizo ver todo aquello que otros pasaban por alto y no lo escondía. Ella misma, pese a los lujos, se sentía extraña en el mundo en que vivía. A los 14 años conoció a Allan Arbus, un joven fotógrafo, con quien se casó apenas cumplió los 18.
Él fue quien la introdujo en el ámbito que cambió para siempre su mirada del mundo. Tomando su apellido, comenzó a presentarse como Diane Arbus, y juntos iniciaron su carrera como fotógrafos de moda en la década de 1940. Él hacía las fotos, ella aportaba ideas, estilismo y dirección. Sus trabajos se publicaron en revistas como Vogue y Harper’s Bazaar, fue un gran reconocimiento comercial. Pese al triunfo profesional, comenzó a sentir que todo ese glamour la alejaba de lo auténtico.
A fines de la década del ’50, en plena crisis personal y artística, Diane se separó de Allan (aunque siguieron trabajando juntos un tiempo más). Afirmada en qué era lo que quería para su vida, comenzó a estudiar fotografía con Lisette Model, una artista clave de la fotografía expresionista. Fue quien le enseñó que la cámara no debía idealizar a las personas, sino desnudarlas. Allí residía el arte que buscaba. Y en ese encuentro, su mente tuvo un antes y un después. Diane dejó definitivamente el universo de la moda para recorrer la ciudad en busca de historias reales, de personas que tuvieran algo por contar.
Comenzó por retratar a quienes encontraba caminando las calles y parques de Nueva York. Buscaba diferenciarse del estilo documental tradicional; lograba el consentimiento y la conexión con la persona antes de disparar el obturador de su cámara. Les hablaba, los escuchaba y les pedía que posaran como quisieran. No imponía, buscaba captar esencias.
Este acercamiento, tan íntimo y frontal con sus protagonistas, fue su marca personal. Diane no embellecía ni escondía: ponía en el centro todo aquello que la sociedad dejaba de lado. Ya no se trataba solo de retratar a los “raros”, sino de mostrar que todos, en algún punto, tienen encima alguna rareza.
La consagración de su marca personal
La década del 60 marcó el punto de quiebre. Diane Arbus consolidó su estilo y logró ser reconocida como artista. Sus imágenes eran ajenas a los estudios colmados de flashes. No tenían detrás grandes producciones. Ella usaba la luz natural y los espacios cotidianos, casi siempre incómodos.
Sus retratos –siempre en blanco y negro, casi siempre frontales y cargados de una inquietante quietud– comenzaron a llenar galerías y a ocupar publicaciones especializadas. En 1960, la revista Esquire publicó su serie sobre personajes urbanos. Ese fue el salto para que su nombre comenzara a circular más allá de los círculos fotográficos.
Alentada por eso —quizás sintiendo que debía mostrar más en profundidad a quienes estaban ocultos— se metió en psiquiátricos, en circos y ferias de “fenómenos”. Sacó su cámara cada vez y, entonces, les dio luz a las travestis, personas de talla baja, nudistas, ancianos, gemelos idénticos, personas con discapacidades y niños ricos en fiestas suburbanas. Elegía a sus modelos no por excentricidad, sino por la intensidad que verlos le generaba. “Hay una cosa misteriosa en tomar una fotografía, una especie de secreto que se queda ahí, fijo, para siempre”, dijo Diane.
También fue buscada para enseñar. Comenzó a dar clases de fotografía en el Parsons School of Design y en Cooper Union, eso la conectó con una nueva generación de fotógrafos que la admiraban profundamente. Pero no le resultaba fácil. Tenía métodos diferentes e ideas difíciles de transmitir. Sus clases, más bien, eran espacios de reflexión, donde hablaba de la ética del retrato, de la necesidad de involucrarse con el otro y de la belleza en lo que incomoda. “Trabajo desde la incomodidad. En lugar de acomodar al sujeto, me acomodo yo”, decía.
Su trabajo se volvió cada vez más intenso, casi obsesivo. Podía pasar semanas preparando un retrato, esperando el gesto exacto o el momento de vulnerabilidad. Su serie más conocida, Untitled (1970-1971), realizada en instituciones psiquiátricas, causó un fuerte impacto y recibió duras críticas . Para ella, sin embargo, significó terminar su búsqueda. “Quería mostrar lo que nunca se ve, lo que nadie quiere mirar de frente”, sostuvo.
Mientras su trabajo ganaba peso artístico y presencia internacional, su salud mental comenzó a deteriorarse. Diane sentía que el mundo que fotografiaba era también un espejo de su propio desconcierto, de su soledad, de su deseo de encontrar un sentido en lo raro, lo frágil o lo marginal.
Arte y empatía
Más allá de su impacto visual, el legado de Diane Arbus es inseparable de las preguntas éticas que su trabajo plantea. Cuándo un retrato es una forma de empatía y cuándo se convierte en explotación. “Si no tuviera una cámara, las cosas que hago serían una locura”, aseguraba sobre su trabajo.
Sus años finales fueron tan productivos como solitarios. Diane se sentía cada vez más desplazada del sistema artístico tradicional, aun cuando era celebrada como una de las fotógrafas más innovadoras del momento. Seguía inspirando como incomodando. Llegaron a acusarla de “cosificar” a quienes retrataba; otros, la veían como una pionera. Pero nunca respondió a esas críticas. Su única respuesta era siempre la misma: otra fotografía, generase lo que generase.
El último retrato
En sus últimos años, Diane Arbus vivía sola en un modesto departamento del barrio neoyorquino Upper West Side, lejos del lujo con el que había crecido. Mantenía pocos vínculos personales, entre ellos los artistas Richard Avedon y Marvin Israel. La relación con su exesposo Allan Arbus continuaba de manera esporádica; de sus dos hijas, se relacionaba con Doon, quien preservó y difundió su legado. Pero, seguía batallando contra una depresión persistente y un sentimiento de alienación que impregnaba toda su vida.
El 26 de julio de 1971, Diane Arbus se quitó la vida. Tomó una sobredosis de barbitúricos y se cortó las venas en la bañera. A los dos días, Marvin fue a visitarla y la encontró muerta. Su arte —envuelto en la tragedia— tomó otra dimensión.
Ese mismo año, el Museo de Arte Moderno de Manhattan (MoMA) dedicó a Diane Arbus su primera gran retrospectiva, con más de cien de sus poderosas fotografías. La muestra tuvo un éxito sin precedentes: fue la que más público recibió hasta entonces. Luego se convirtió en una muestra itinerante. Recorrió Estados Unidos y cambió para siempre la historia de la fotografía.
El catálogo que acompañó la retrospectiva, Diane Arbus: An Aperture Monograph, se publicó por primera vez en 1972, editado por Marvin Israel y su hija Doon Arbus. Esa edición inaugural (incluía ochenta fotografías y textos seleccionados por ambos) permanece continuamente en impresión desde entonces, se tradujo a cinco idiomas y se consolidó como fundamento de la reputación internacional de Diane.
Con los años, su figura creció hasta alcanzar dimensiones míticas. Su obra influyó a generaciones enteras y ayudó a redefinir los límites de lo retratable. No buscaba embellecer ni juzgar: buscaba entender.