Nació hace 28 años en Chiclayo, Perú. “Donde estuvo el Papa”, dice Oliver Quiroz Salazar en referencia a la ciudad en la que León XIV ofició como obispo. El notero de A la Tarde e Infama, por América TV, revolucionó el periodismo de espectáculos con sus entrevistas “en la calle”. Y esto le valió una nominación como Mejor Cronista/Movilero para los próximos premios Martín Fierro. Sin embargo, detrás de su exitoso presente, se esconde una historia de lucha que por primera vez se anima a contar en diálogo con Infobae.
—¿Cómo fue su infancia en Chiclayo?
—Crecí hasta los 9 años en Reque, un pueblito de Chiclayo, al cuidado de mis abuelos maternos, Mercedes y Felipe, porque con mis padres, Alicia y Carlos, se tenían que ir a trabajar a Lima. Yo tengo tres hermanos más grandes, Fernando, Percy Omar y Frank. Pero mi mamá trabajaba como empleada doméstica y mi papá en el rubro seguridad, así que las posibilidades laborales siempre estaban en la capital, que quedaba a unas 14 horas en colectivo. O sea que ellos nos visitaban cada dos, tres o seis meses, depende.
—¿Casi no los veía?
—A veces me llevaban con ellos. Siempre fuimos una familia de bajos recursos, pero normal. Es decir, nunca me faltó un plato de comida ni pasé hambre, pero tampoco teníamos grandes comodidades. Y yo estaba acostumbrado a esa vida de pueblo, donde la gente vive al día vendiendo cosas en los mercaditos y los chicos juegan en la calle. Si me preguntás ahora, creo que me crie solo. Me gustaba ir al colegio, pero después me la pasaba dando vueltas. Y no sentía mucho el afecto por parte de mis papás. Entendía que ellos tenían que trabajar y hacían un gran esfuerzo para mantenernos a mis hermanos y a mí. Pero, a la vez, no sentía ni su presencia ni su cariño.
—¿Y cómo fue que decidieron venir a la Argentina?
—El primero en venir fue mi hermano mayor, que viajó a Buenos Aires para probar suerte con su pareja. Al tiempo él trajo a mi mamá de vacaciones. Y ahí fue donde ella se dio cuenta de que acá tenía más posibilidades de conseguir trabajo, así que decidió quedarse y consiguió un puesto como empleada doméstica. Después ella lo trajo a mi papá, que los primeros tiempos se dedicó a hacer changas como peón y plomero, hasta que consiguió entrar en negocio de muebles antiguos como vendedor. Y, a medida que pudieron, nos fueron trayendo a mis hermanos y a mí, que algunos nos acostumbramos y otros no.
—¿Qué pasó en su caso?
—A mí me trajeron cuando mis padres ya llevaban dos años en el país. Y me costó mucho, porque yo tenía mi vida allá: mi niñez, mis amigos, mi colegio…Y el pueblo del que yo venía es muy distinto al barrio de Almagro, donde nos instalamos, porque allá los chicos se la pasan jugando con los vecinos y tienen esa libertad de andar solos por la calle. Pero además, me costó mucho dejar a mis abuelos, que son personas grandes y todavía siguen viviendo en Perú. Así que me viene llorando todo el viaje.
—¿Y qué pasó cuando llegó a la Argentina?
—No sentí una gran emoción de encontrarme con mis padres, porque tampoco los conocía mucho en ese momento. Pero entendí que era parte de la vida y que tenía que adaptarme. Igual, fue muy vertiginoso todo, porque de un día para el otro tuve que acostumbrarme a un nuevo colegio y hasta a una manera de hablar distinta.
—La Argentina es un país que ha recibido inmigrantes con los brazos abiertos a lo largo de su historia, pero también es verdad que hay cierto prejuicio con respecto a algunos países latinoamericanos como Paraguay, Bolivia y Perú, por ejemplo. ¿Le hicieron sentir esto?
—Sí, el primer año de colegio me lo hicieron sentir mucho. Porque, para empezar, las palabras que utilizamos son distintas. Yo por ahí decía “vamos a botar esto”, que significa tirar al tacho de basura algo, porque en Perú se utiliza así. Y me respondían: “¡No sabés hablar!“, ”¡Aprendé a hablar peruano!“.
—¿Despectivamente?
—Claro.
—¿Se puede decir que sufrió bullying?
—Sí. No solo por mi tonada sino también por mi color de piel. Me decían: “Negro”, “Chocolatito”…
—¿Y cómo lo afectaba esa situación?
—De chico yo era de absorber esas cosas, pero no lo hacía saber. Me lo guardaba. Creo que me guardé muchas cosas.
—¿Cómo qué?
—Algunas cuestiones de mi familia, que como todas tiene sus altos y bajos. Yo no tengo mucho vínculo con mis hermanos. Quizá el “conflictivo”, entre comillas, soy yo. Pero mis padres son muy chapados a la antigua. Por ahí, querían que en un almuerzo de domingo estuviéramos todos sentados a la mesa y yo prefería hacer otra cosa. Porque, como te dije, crecí en otro mundo, con mis abuelos, jugando con mis amigos y yendo de acá para allá.
—Entiendo.
—Al mismo tiempo, me costaba que mis compañeros me invitaran a sus cumpleaños y eso me ponía muy triste. Primero me anotaron en un colegio que estaba sobre la calle Lavalle y, al otro año, como a mí no me gustaba viajar, me inscribieron en uno sobre Díaz Vélez. Pero me discriminaban mucho por mi nacionalidad.
—¿Qué pasó cuando llegó a la adolescencia?
—Pasó todo al revés. Yo siempre estudié en escuelas públicas, pero hice la secundaria en un colegio que quedaba en Quito y Quintino Bocayuva. Y como venía gente muy humilde de la zona de Mataderos o el bajo Flores, me dejaban de lado porque pensaban que era el “chetito” de Almagro.
—¿Lo discriminaban por lo contrario?
—Sí, era medio loco. A veces hacían una juntada en una plaza de Liniers, por ejemplo, y no me invitaban porque pensaban que no iba a ir para allá. Porque yo, además, para ese entonces por ahí ya me ponía alguna ropa de marca. Pero igual hice buenos compañeros y, con algunos, todavía mantengo relación. Y la verdad es que se sorprenden de verme en la tele…
—¿Cómo comenzó en el periodismo?
—Siempre me gustó. De chico veía mucha tele, me encantaban los programas de espectáculos. Y soñaba con estar ahí. Pero lo veía tan lejano…Después, decidí estudiar periodismo, pero me costó mucho hacerle entender a mi familia que esto era lo que yo quería.
—¿Por qué?
—Porque no lo veían como una profesión, tenían mucho prejuicio con esta carrera. De hecho, yo hice el CBC para entrar en Economía y Psicología como para darles el gusto a mis padres.
—¿Ellos querían que tuviera un título tradicional?
—Mi mamá quería que fuera médico. Pero yo no tenía pasta para eso. Así que, como empecé a trabajar de chico en un kiosco y haciendo changas como peón en el flete de mi tío, un día decidí que no le iba a hacer caso a mi familia. Y me pagué yo mismo la carrera en el ETER. Después, cuando mi viejo me veía leyendo tantos libros de Historia y todo lo demás hasta las cuatro de la mañana, se dio cuenta de que sí se estudiaba para esta profesión. Y al final lo terminaron aceptando.
—¿Cómo logró incursionar en los medios?
—Fue todo un flash. Pero antes voy a contar algo que nunca conté…En el 2021, cuando estaba a meses de recibirme, me diagnosticaron un tumor testicular maligno. Eso fue un quiebre en mi vida. Sentí que el mundo se me caía abajo y no sabía cómo hacer para seguir adelante. Todo empezó un día en que me palpé y sentí que tenía un testículo más duro que el otro. Yo soy muy quisquilloso con el tema de la salud. En ese momento, todavía estábamos en la pandemia. Pero me saqué un turno con un médico privado y fui a verlo solo. Para colmo, hice lo peor que puede hacer uno en un caso así que es googlear…
—¿Y?
—Un poco, ya me había anticipado lo que podía ser, pero yo no lo quería creer hasta no escucharlo de boca del médico. Y bueno, después de revisarme, el doctor me dijo que necesitaba una operación. Pero me dijo que yo era joven y que tenía que tener esperanza, bla, bla. Entonces me preguntó si tenía obra social, yo le expliqué que no y me dijo: “Bueno, venite el lunes a Ramos Mejía que yo te va a atender”.
—¿En el Policlínico General de Agudos?
—Sí, un hospital público. Yo no sabía cómo decírselo a mis papás. Lo primero que hice fue llamar a mis amigos y contárselo a ellos. Llorando, obviamente. Hasta ahora me sigo emocionando cuando lo recuerdo. Después se lo dije a mi viejo y, por último, a mi mamá. Ella tiene problemas de depresión, ataques de pánico y diabetes emocional, así que tenía que tener cuidado…
—¿O sea que, además, tenía que contener a su familia?
—Claro. Imaginate que era todo llanto. De hecho, en un momento sentí como un poco más de apego familiar. Mi mamá, por ejemplo, a veces decía: “Vamos a hacer un almuerzo, brindemos por esto o aquello”. ¡Pero yo sentía como que me estaban despidiendo!
—¿Qué pasó después?
—Gracias a ese médico que me dijo que fuera a verlo ese mismo lunes, me hice todos los prequirúrgicos en una semana y, a los quince días, ya me estaba operando. Imaginate que yo no tenía idea cómo era pasar por una cirugía. Y me costó enfrentarme a esa situación de meterme solo a un quirófano. Y después pasó algo extraño. Porque el médico me sacó los puntos y yo empecé mi tratamiento. Pero, luego de eso, desapareció.
—¿Cómo que desapareció?
—Se fue del hospital. El médico se llamaba Wilmer Solís. Yo pregunté por él y me dijeron que era de Bolivia y que se había vuelto a su país. Y no pude dar más con él. Lo busqué por redes hasta que, hace poco, después de cuatro años tratando de rastrearlo, lo encontré en Instagram y le mandé solicitud. Ese hombre me salvó la vida y yo quiero agradecerle. Pero nunca pudimos hablar todavía.
—Dijo que tras la cirugía comenzó un tratamiento, ¿en qué consiste?
—Por suerte, más allá de que el tumor era maligno, solo tengo que hacerme tomografías, ahora una por año. Y, cada seis meses, me hacen un análisis para ver los marcadores. Pero estoy bien.
—Me contó de este problema de salud cuando le pregunté por su ingreso a los medios y estimo que debe tener alguna vinculación…
—Sí. Porque, justo cuando me pasó esto, me habían contactado de un portal agropecuario, Bicho de campo, para escribir. Yo iba tirando CV en todos lados y había inventado un personaje que se llamaba El preguntón, con el que había empezado a hacer contenido con famosos que iba a buscar a la salida de la productora Kuarzo… Me la pasaba tocando puertas esperando una oportunidad. Y, cuando llegó la propuesta, tuve que rechazarla por la cirugía y todo lo que me llevó la recuperación posterior. Pero, después de recibirme, empecé a hacer una pasantía en Radio Late y, con mis amigos, decidimos hacer lo que en este momento se conocía como radio por internet y hoy es el streaming.
—Un adelantado.
—Se llamaba Punto Cero. Y siempre me decían que me veían mucha pasta para el espectáculo. Hasta que, de tan insistente, un día me contactó Esteban Farfán de Mágazine y me pasó el número de Eugenia Clemente, la productora ejecutiva de Mañanísima, para que trabajara con Carmen Barbieri. Estuve seis meses con ella como asistente de producción. Después ella pasó a ElTrece y vino Yuyito González con Empezar el día, así que yo seguí en ese programa como jefe de piso. Pero hacía de todo: editaba, buscaba a los invitados…Y terminé como productor ejecutivo.
—¿Finalmente le llegó la propuesta de ser notero en el programa de Karina Mazzocco?
—Claro. Y yo no lo dudé, porque es lo que siempre me gustó. A mí me encanta la calle. Cuando yo veía las notas de los programas de espectáculos, desde mi casa, siempre decía: “¡Cómo no le preguntaron tal cosa!“. Y creo que ese es el secreto, que yo me pongo en la piel de la señora que está en la casa mirando y pregunto lo que a ella le gustaría saber.
—¿Cómo lo recibieron sus colegas?
—¿Los noteros? La verdad que bastante bien. Bueno, yo soy muy perceptivo y siento que a algunos no les cayó en gracia mi llegada. Porque yo arranqué y, a la primera semana, ya vino la separación de Marina Calabró y Rolando Barbano y yo conseguí notas con ambos. Ella, llorando. Y eso generó mucha repercusión. Lo levantaron todos los portales. Después hice una nota de Pampita de la que también se habló mucho. Y empezaron a hablar de mí como el “movilero estrella”…
—¿Cree que destacó muy rápido y eso molestó?
—Algún malestar, generó. A veces siento que algunos me saludan por compromiso. De hecho, cuando se dio a conocer la nominación al Martín Fierro, hubo quienes no me saludaron. Se hicieron los desentendidos. Pero bueno, yo entiendo que es parte del juego también y no me lo tomo como algo personal.
—¿Y su familia? ¿Qué le dice de este presente?
—Yo todavía vivo con mis padres. Y están emocionados, no lo pueden creer. Obviamente, siempre me remarcan el esfuerzo y la dedicación que le puse a mi carrera. Y saben que fue todo gracias a mi trabajo, porque me ven irme a una guardia al aeropuerto a las cuatro de la mañana o quedarme haciendo notas hasta las diez de la noche.
—Es que parece fácil, pero es una profesión que implica mucho sacrificio…
—Tal cual. Por ahí, un sábado estoy trabajando en una guardia. O el domingo tengo que hacer un móvil. Así que es complicado.
—Sobre todo para las relaciones. ¿Usted está en pareja?
—No. Ni tengo ni tuve. No con el título de “pareja”… Yo siempre digo que, para tener una pareja, hay que dedicarle tiempo. Y es un tiempo que yo no quiero dedicarle, porque estoy focalizado en lo mío. Y porque, cuando tengo tiempo libre, me gusta salir con mis amigos. ¡Yo no me pierdo una fiesta ni loco!
—O sea que prioriza su trabajo y la diversión…
—Sí. Quizá sea una excusa, porque la verdad es que cuando uno quiere se hace el tiempo. Y por ahí no es que no tenga tiempo, sino que no lo quiero dar.
—¿Nunca se ha enamorado?
—No, no me pasó. Y tampoco lo busco. Estoy muy bien libre y quiero disfrutar al máximo de mi trabajo y de mis salidas. Porque lo que estoy viviendo hoy, es lo que siempre soñé.
—¿Cómo se imagina el futuro?
—Igual, en la calle. A veces me preguntan: “¿Te gustaría ir al panel?“. Y lo he probado, pero a mí me gusta más la calle. Me siento en libertad. Porque también me dan la posibilidad de proponer mis notas para los programas. Y me acompaña un camarógrafo, Fernando Quinteros, con el que tengo una muy buena química. Así que él es una pieza fundamental del equipo. Y es por eso que siempre conseguimos las notas más difíciles.