En 1978, la celebración del primer campeonato mundial ganado por Argentina dejó una imagen épica: el abrazo entre los flamantes campeones Alberto Tarantini y Ubaldo “el Pato” Fillol, junto a un hincha sin brazos que se unía al festejo. El fotógrafo Ricardo Alfieri inmortalizó ese momento en el Estadio Monumental el 25 de junio y lo llamó “el abrazo del alma”.
Un día después, el 26 de junio, Ignacio (Guido) Montoya Carlotto nacía en cautiverio, en un centro clandestino de detención. Su madre, Laura Carlotto, había sido secuestrada siete meses antes en su casa de la ciudad de Buenos Aires, estando embarazada. Su padre, Walmir Montoya, había sido secuestrado en noviembre de 1977.
Treinta y seis años después, el 5 de agosto de 2014, Estela de Carlotto, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, dio al mundo la noticia más esperada:“¡Él me buscó! Vino a Abuelas, lo he recibido. Fue a la Conadi, fue recibido y escuchado. Y hoy me dicen: ‘¡Es tu nieto!’”, contó emocionada. Al día siguiente, se encontraron en La Plata. La nueva “foto del alma” fue la del abrazo entre esa abuela de ojos llorosos y el nieto que no dejaba de sonreír.
El abrazo
Durante más de tres décadas, Estela de Carlotto imaginó ese momento mil veces. Imaginó la cara, la voz, los gestos de su nieto. Imaginó qué le diría, si se dejaría abrazar, si la reconocería como su abuela. Lo imaginó dormido en los brazos de Laura, su hija, cuando apenas era un bebé. Pero el 6 de agosto de 2014, todo lo que había sido sueño, dolor y esperanza se convirtió en realidad. Por fin, lo tuvo frente a ella.
Aquel joven alto, de andar tranquilo y mirada serena, había vivido 36 años con otro nombre, Ignacio Hurban, en Olavarría. Criado por una familia del campo, era músico, componía, tocaba el piano. Y aunque su vida parecía completa, había una duda silenciosa que lo rondaba desde hacía tiempo. Fue esa duda la que lo empujó a hacerse el análisis de ADN. Simplemente porque algo no cerraba en su historia. Cuando lo pensó, lo dijo con calma: “Si soy hijo de desaparecidos, que mi abuela sea la abuela máxima”. Lo dijo como si fuera una broma. Pero no lo era. Y se lo admitió a su abuela, mirándola a los ojos.
El 5 de agosto, un día antes de aquel abrazo, la jueza María Romilda Servini de Cubría llamó a Estela para decirle que debía contarle algo. Estela llegó sola. No sospechaba nada de lo que sucedería. Sin rodeos, la magistrada le dio la noticia que llevaba 36 años esperando: le dijo que había encontrado a su nieto. A Guido, como lo llamó durante 37 años, desde que Laura Carlotto le puso ese nombre en el vientre. Dicen que Estela casi se cae de la silla al escucharla y que un secretario tuvo que sostenerla para que no se derrumbara. Había ocurrido. El milagro por el que tanto había esperado, y que le dio motivo a su vida, era una realidad. Supo también quién era el padre de su nieto, cuyo nombre le resultaba desconocido.
Desde ese mismo despacho, la titular de Abuelas de Plaza de Mayo, llamó a su hija Claudia Carlotto, presidenta de la CONADI, para que cumpliera con lo que el protocolo indicaba: avisarle al joven sobre su identidad. Aunque esa llamada fue breve, fue transformadora para ella. En diálogo con Infobae al cumplirse una década de ese día, recordó que debió hablar como titular del organismo y cumplir con el protocolo y confirmarle que era hijo de desaparecidos, como lo había veces siempre. Pero además, le tocó decirle que era su sobrino, que era el nieto de Estela… Del otro lado, hubo un silencio largo. Luego, Ignacio solamente dijo: “Pero caramba…”. Unas horas después, Ignacio devolvió la llamada a su tía y le dijo que iba a viajar al día siguiente a La Plata. Quería conocerlos.
Y así fue. En una casa de Gonnet, en la intimidad de una tarde que parecía detenida en el tiempo, Estela lo vio entrar. Toda la familia lo esperaba al hombre que llegó acompañado de su esposa. Hablaron durante casi seis horas. Él les contó cómo fue criado, cómo surgió la sospecha, cómo al principio no fue fácil tomar la decisión de buscar su verdad.
Cuando se fue, después de tanto, de todo, se despidió con ternura: “¡Chau, abu!”. Estela sintió que algo se acomodaba en su vida. Que el tiempo tenía sentido. Que Laura, de algún modo, le estaba agradeciendo desde dónde estuviera por no haber dejado de buscarlo.
La búsqueda de Estela
Laura Carlotto tenía 22 años y estaba embarazada de unos tres meses. La estudiante de Historia de la Universidad de La Plata fue secuestrada a finales de 1977 en su casa de la cuidad de Buenos Aires, al igual que su compañero, Oscar “Puño” Montoya, había sido desaparecido poco antes. Según sobrevivientes desaparecidos, Laura tuvo a su bebé en el Hospital Militar de Buenos Aires el 26 de junio de 1978. A Guido, pudo tenerlo en brazos durante unas horas. Después, se lo llevaron. A ella la asesinaron el 25 de agosto de 1978. Su cuerpo apareció con signos de tortura y un disparo en la cabeza. Tenía 23 años.
Estela supo del embarazo de su hija por compañeros de militancia. Supo de su nieto antes de saber que estaba vivo. Empezó a buscarlo desde el primer momento. No se detuvo jamás. Y en ese camino fundó, junto a otras mujeres que también buscaban a sus nietos, Abuelas de Plaza de Mayo.
Encarnaron una lucha sin descanso, sin precedentes: durante décadas, recorrieron juzgados, hospitales, iglesias, consulados. Hablaron con presidentes, jueces, científicos. Crearon el Banco Nacional de Datos Genéticos, una herramienta sin precedentes con la que se restituyeron identidades: 140 hasta ahora.
Cada nieto hallado era una victoria. Pero para Estela, faltaba uno. El suyo. Y, en silencio, sufría pensando que quizás nunca lo encontrarían: los años pasaban, sus piernas cansadas comenzaron a hacer lentos sus pasos, pero un hilo de justicia llegó para ella. “Yo lo que quería era no morirme sin abrazarlo”, admitió. Y no solo lo abrazó: lo miró, lo tocó, lo escuchó. Vio en él rasgos de su hija, gestos que le eran familiares. Y en su voz encontró una historia nueva que también era suya.
El nieto 114
Cuando Ignacio se enteró de su verdadera historia, no rompió con su pasado. No lo negó ni lo rechazó. Simplemente sumó piezas a un rompecabezas que necesitaba completarse. Dijo que no sentía que hubiera recuperado su identidad sino que, más bien, esa identidad se había completado.
Por eso siguió siendo Ignacio y no cambió su nombre a Guido, como le puso Laura, su mamá. Le resultaba extraño y asumió que también le significaba una carga simbólica que no podía llevar sin borrar parte de sí mismo.
Para Estela, esa elección fue difícil. Le dolió un poco. “Era el nombre que le puso Laura. En la pancita era Guido”, confesó. Pero lo respetó. Como respetó sus tiempos, su silencio, su manera de estar. “Estoy para mimarlo, para abrazarlo, para escucharlo. No para imponerle nada”, dijo a las pocas semanas de que se encontraron, con la sabiduría de una abuela que entiende que el amor es libertad.
Once años después, ese abrazo sigue siendo un símbolo de lucha y resistencia. Estela, con 94 años, sigue contando la historia como si fuera ayer. Ignacio, o “Pacho”, como le dicen sus amigos y también su abuela, sigue de lleno en su carrera como músico.
Al cumplirse una década de saber que es el hijo de Laura y Oscar “Puño” Montoya, dos militantes secuestrados, desaparecidos y asesinados, dejó un texto en el que reflexionó sobre su vida desde que conoció la verdad que le falta conocer.
“La sociedad en su conjunto tiene la gran obligación, ética y moral de no olvidar los sucesos trágicos que desde el pasado modelan el presente, para no repetirlos, para crecer y para mejorar. Pero, en el plano estrictamente individual, en el universo de la víctima —como es mí caso— la memoria también se mixtura en parte con el olvido… Pero, ¿qué tipo de olvido puede ejercer quien todas las mañanas frente al espejo se observa a si mismo con la mochila trágica de un pasado que es mucho más grande que él mismo? La posibilidad de sanar surge de comenzar a honrar ese pasado estando siempre atento al presente y construyendo desde ahí el mejor futuro posible. Desde esa tarde de 2014 he intentado que no me conviertan en una efeméride ambulante; evitar ser el rostro de otra cosa que no soy yo y evadir creerme nadie fuera de lo que soy. En la catarata de ensayos fallidos que suele ser nuestra vida, me guardo para mí y comparto para los demás el éxito de intentarlo siempre y en ese intento un mínimo fruto que queda. (…) Que exista la paz porque sin paz la vida se transforma en una triste estadística que nunca nos contempla», escribió.