Verano en París. Europa aún se sacudía el polvo de la guerra y las mujeres comenzaban a reconquistar las calles con paso firme cuando la bailarina Micheline Bernardini cruzó una pasarela improvisada junto a la pileta Molitor sin titubear. Estaba vestida con 30 centímetros de tela blanca con estampado de diarios, sostenidos por finos breteles en los hombros y la cadera. Sonreía orgullosa mientras estaba rodeada de hombres con sombreros de ala ancha y cámaras colgando del cuello que no dejaban de disparar sobre ella, sorprendidos por lo que veían. Era 5 de julio de 1946 y estaban presenciando una revolución.
Louis Réard, un ingeniero convertido en diseñador, la observaba desde un costado. Había bautizado a su creación “bikini” apenas unos días antes, inspirado por el atolón del Pacífico donde Estados Unidos acababa de realizar pruebas nucleares para demostrarle su poder a la Unión Soviética… Su apuesta fue clara: el traje de baño más pequeño del mundo tenía que ser, también, el más explosivo.
Como las modelos profesionales se negaron a desfilar con una prenda que dejaba el ombligo a la vista —algo que la moral de entonces no toleraba—, Réard llamó a Michelini, stripper del Casino de París, que estaba acostumbrada a los escenarios y a las miradas. Ella no solo aceptó: supo cómo posar con él. En una de sus manos sostenía una caja de fósforos, del tamaño justo para guardar el bikini doblado. Era su forma de decir que, aunque mínimo, ese pedazo de tela podía incendiar el mundo. Fue cuando ella demostró su poder.
Aquel 5 de junio
La escena duró apenas unos minutos, pero dejó una marca casi perpetua. La foto de Micheline Bernardini —sonriente, segura y con el mundo a sus pies—, recorrió el mundo con una velocidad inusual para la época. En Francia, los diarios celebraron la osadía del diseño; en otros países, el desconcierto fue inmediato. La improvisada modelo, de apenas 19 años, recibió más de 50 mil cartas, muchas de ellas firmadas por soldados que aseguraban que admiraban su valentía (no sus curvas). El bikini, hasta entonces impensable fuera del ámbito privado o del espectáculo, había sido lanzado al espacio público como una provocación deliberada.
Pero también como una señal de época. París, aún marcada por la ocupación alemana y la liberación aliada, se había convertido en un “laboratorio” simbólico donde las viejas normas comenzaban a resquebrajarse. La moral católica, el mandato patriarcal y el control sobre el cuerpo femenino empezaban a ser cuestionados, aunque todavía bajo censura.
Por eso, el gesto de Micheline —desfilar mostrando el ombligo, sonriendo, afirmando su presencia en un entorno dominado por hombres— fue mucho más que una anécdota de moda: fue un acto de absoluta transgresión. Y Louis Réard sabía que eso pasaría cuando decidió reducir el traje al mínimo: “Un auténtico bikini no es tal a menos que pueda pasar por el interior de una alianza de boda”, dijo como manifiesto. Con esa sentencia, resumía su convicción de que el diseño debía ser, ante todo, una declaración.
Y las consecuencias no tardaron en llegar. El bikini fue prohibido en varios países europeos como Bélgica, Italia y España, donde las normas franquistas regulaban incluso el largo de las faldas. La Iglesia lo condenó públicamente como símbolo de corrupción moral. En Estados Unidos, su uso fue rechazado durante años, al punto de que las primeras Miss Universo tenían prohibido lucirlo durante la competencia. Aun así, ese traje de baño comenzó a circular: primero en ambientes privados, luego en postales turísticas y, finalmente, en las playas, donde se convirtió en territorio de disputa.
Aquella escena que desafiaba los códigos establecidos inició una transformación profunda en la relación del cuerpo femenino con el espacio público, y dio origen a uno de los íconos culturales más duraderos del siglo XX. No fue solo una prenda diminuta: fue una señal de que algo estaba por cambiar. El bikini había estallado.
El cine, la playa y la revolución del cuerpo
El verdadero salto del bikini ocurrió unos años después de su debut parisino. La transgresión inicial necesitó tiempo, nuevos íconos y escenarios distintos para sedimentarse en el imaginario colectivo. Aquel gesto que desafió las normas en una piscina cerrada encontró en la playa y en la pantalla grande el terreno fértil para expandirse y transformarse en símbolo.
A pesar del rechazo inicial en buena parte del mundo, el bikini comenzó a ganar popularidad en la década de 1950, impulsado por el cine y la cultura pop. Brigitte Bardot le dio definitivamente vida en una playa de Cannes durante el Festival de Cine de 1953: era un traje de dos piezas floreado y en strapless; Ursula Andress inmortalizó su silueta emergiendo del mar en Dr. No (1962), la primera película de James Bond. Raquel Welch, en Hace un millón de años (1966), consolidó el vínculo entre la prenda, la sensualidad y el poder de la imagen.
Ese proceso coincidió con los primeros movimientos feministas modernos, que reclamaban autonomía sobre el cuerpo y el deseo. El bikini dejó de ser solo una prenda provocadora para convertirse en símbolo de libertad, modernidad y control femenino sobre la propia imagen. En paralelo, el incremento del turismo en las playas, la llegada de nuevos diarios y revistas y la expansión del consumo lo convirtieron en un fenómeno global.
La industria de la moda también se adaptó: el bikini pasó a ser objeto de diseño, experimentación y diversidad. Aparecieron nuevas formas, colores y materiales. El cuerpo dejó de esconderse. Lo que en 1946 fue escándalo, en los años 70 ya era cultura de masas. Para entonces, lo que Réard había definido como “una bomba sobre la moral tradicional” había estallado definitivamente.
Del escándalo a la aceptación en Argentina
En Argentina, la llegada del bikini fue más tardía y también estuvo marcada por la resistencia moral. En los años 50, su uso era casi inexistente fuera de los círculos de elite. En las playas de Mar del Plata, Necochea o Miramar, predominaban los trajes enteros con faldas incorporadas, y varias veces la policía intervino al considerar que una mujer mostraba “demasiado”. Las normas de decoro eran explícitas, y las fuerzas de seguridad patrullaban la costa bonaerense para exigir que las bañistas se cubrieran y no dejaran tanta piel al descubierto.
Por eso, la irrupción del bikini en distintas escena locales comenzó tímidamente hacia fines de esa década, pero fue recién en los años 60 cuando se hizo más visible y de la mano de figuras públicas que desafiaron las reglas. La actriz Isabel “Coca” Sarli fue una de las primeras mujeres argentinas en aparecer en bikini en el cine nacional, aunque no en la playa sino en escenas interiores, bajo la dirección provocadora de su pareja, Armando Bó. Su imagen resultó tan disruptiva como polémica. En paralelo, revistas como Radiolandia 2000 o Vosotras comenzaron a incluir notas de moda donde modelos como Susana Giménez —antes de su salto a la fama— posaban con bikinis importados o confeccionados por diseñadoras locales.
La prensa de espectáculos y las revistas femeninas jugaron un rol clave en su difusión, al mostrar a mujeres que empezaban a adoptar la prenda como símbolo de modernidad. En las playas, sin embargo, la transición fue gradual. Al principio, eran jóvenes de clase alta o mujeres vinculadas al ambiente artístico quienes se animaban a lucirlo, muchas veces enfrentando miradas reprobatorias o comentarios ofensivos.
Recién en la década del 70, con el auge del veraneo masivo, la liberalización cultural y los cambios en las costumbres impulsados por el movimiento feminista, el bikini se convirtió en parte de las costumbres habituales de la costa atlántica. La prenda pasó de ser escándalo a convertirse en norma.
Hoy, el bikini forma parte del vestuario habitual en playas y piletas del país, sin sobresaltos ni fiscalizaciones. Sin embargo, su historia —nacida de una bomba, un ingeniero y una bailarina— muestra que hasta la prenda más pequeña puede arrastrar consigo décadas de tensiones, transformaciones y disputas culturales.