La masacre de Napalpí: más de 200 indígenas muertos y la mutilación de orejas y testículos de un cacique como “trofeo”

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El 19 de julio de 1924 ocurrió la masacre de Napalpí, la matanza de cientos de personas de los pueblos originarios qom y moqoit a manos de la policía chaqueña y grupos paramilitares

“Previamente a la masacre en Napalpí los aborígenes se amontonaban para el reclamo. Les pagaban muy poco en el obraje, por los postes, por la leña y por la cosecha de algodón. No le daban plata. Sólo mercadería para la olla grande donde todos comían. Por eso se reunieron y reclamaron a los administradores y a los patrones. Y se enojaron los administradores y el Gobernador”, contó en 2008 Melitona Enrique, sobreviviente de la masacre de Napalpí.

El 19 de julio de 1924, la comunidad originaria de Napalpí, ubicada en el entonces Territorio Nacional del Chaco, fue escenario de una silenciosa y brutal masacre: más de doscientos integrantes del pueblo Qom y Moqoit fueron asesinados por fuerzas estatales y civiles. En esa cifra había mujeres, niñas, niños y ancianos. El relato oficial habló de una “sublevación indígena”, pero en realidad fue una matanza planificada contra quienes exigían condiciones laborales justas y denunciaban el trato inhumano al que eran sometidos.

Durante casi un siglo, el hecho quedó en la oscuridad de la historia oficial que lo negó y el silencio cubrió el horror con un manto de impunidad: no hubo responsables. Pese a eso, la memoria de las comunidades, los testimonios de sobrevivientes y la persistencia de investigadores y descendientes de las víctimas lograron darle luz y voz.

En 2022, un juicio por la verdad declaró que la masacre de Napalpí fue un crimen de lesa humanidad en contexto de un proceso sistemático de violencia contra pueblos originarios.

A unos 70 kilómetros de Resistencia se produjo una matanza indiscriminada de los pueblos originarios durante las primeras horas del sábado 19 de julio de 1924

El algodón y el sometimiento laboral

A fines del siglo XIX, el noreste argentino fue escenario de una ofensiva militar del Estado nacional para conquistar y controlar los territorios habitados ancestralmente por los pueblos originarios del Gran Chaco. Entre 1884 y 1911, el Ejército Argentino desplegó campañas bajo la lógica de la “Conquista del Desierto” en las provincias de Chaco y Formosa. Miles de personas de las etnias Qom, Moqoit, Pilagá y Wichí fueron asesinadas o forzadas a desplazarse. La desintegración social, territorial y cultural de estas comunidades fue el resultado directo de esta política militar y colonizadora.

Con las poblaciones diezmadas y desarticuladas, el Estado avanzó en la fundación de fortines y en la venta indiscriminada de tierras a colonos europeos, principalmente a italianos y franceses, que las destinaron a la producción de algodón, un cultivo en auge en la región. Para garantizar la mano de obra, instalaron estructuras de control territorial y laboral: fortines militares, prohibiciones de todo tipo, incluso de movilidad, y “reducciones” indígenas o espacios donde los pueblos eran concentrados y forzados a vivir bajo un régimen de trabajo coercitivo, muchas veces sin salario, con restricciones y en condiciones que rozaban la esclavitud.

Una de esas reducciones fue Napalpí —nombre qom que significa “lugar de los muertos”—, fundada formalmente en 1921 y hoy conocida como Colonia Aborigen Chaco. Allí fueron confinadas familias Qom y Moqoit, dedicadas principalmente al cultivo de algodón y, en forma estacional, al trabajo en las haciendas vecinas. La comunidad funcionaba de manera relativamente autónoma, pero bajo constante vigilancia y con crecientes exigencias por parte del Estado. En 1924, las autoridades dispusieron una quita obligatoria del 15 % de la producción algodonera indígena, lo que provocó un fuerte malestar entre los trabajadores originarios. Fue el detonante de un conflicto que ya venía gestándose desde años atrás.

En 2004, se resolvió iniciar la demanda por la Masacre de Napalpí a través de la Asociación Comunitaria La Matanza

La situación que ya era tensa llegó a su punto de quiebre en junio de ese año. Sorai, un chamán y referente espiritual, fue asesinado por la policía. Para la ya golpeada comunidad ese crimen fue un punto de no retorno.

La huelga se intensificó y los habitantes de Napalpí se refugiaron en el monte, en señal de resistencia. Como respuesta, el gobernador Fernando Centeno organizó un operativo de represión masiva con más de 130 hombres —entre policías, civiles armados y estancieros— dispuestos a todo. La masacre era inminente.

El ataque fue meticuloso. En las primeras horas del 19 de julio de 1924, los 130 hombres (armados con fusiles Winchester y Mauser) rodeó el campamento de la comunidad Qom. Allí, hombres, mujeres, ancianos, niñas y niños participaban de una ceremonia espiritual guiada por sus chamanes, en una zona conocida como Aguará, considerada sagrada dentro de la colonia. Muchos de ellos, armados solo con palos y confiados en la protección de sus dioses ante la violencia de los hombres blancos, no ofrecieron resistencia.

Un avión sobrevoló Napalpí y tiró disparos a mansalva. En tierra, los atacantes usaron machetes para rematar a quienes quedaban heridos; mutilaron los cuerpos de los muertos, incluso, le cortaron las orejas y los genitales al cacique Pedro Maidana, como trofeos. En pocas horas, entre 200 y 500 personas fueron asesinadas.

En pocas horas, entre 200 y 500 personas fueron asesinadas

Del encubrimiento oficial al juicio necesario

En el libro Napalpí, la herida abierta de 1998, el periodista Mario Vidal escribió: “El ataque terminó en una matanza, en la más horrenda masacre que recuerda la historia de las culturas indígenas en el XX. Los atacantes sólo cesaron de disparar cuando advirtieron que en los toldos no quedaba un indio que no estuviera muerto o herido. Los heridos fueron degollados, también hubo colgados. Entre hombres, mujeres y niños fueron muertos alrededor de doscientos aborígenes y algunos campesinos blancos que también se habían plegado al movimiento huelguista”.

Tras el ataque, la versión difundida por el propio gobernador Centeno simplificó el horror. Dijo que se trató de una simple “represión” a una sublevación y que hubo “cuatro muertos”.

La noticia llegó a Buenos Aires y la prensa comenzó a presionar al gobierno nacional del presidente Marcelo Torcuato de Alvear en busca de respuestas. Pero Marcelo T. no respondió de manera contundente… La impunidad de la represión parecía estar garantizada.

El avión Chaco Segundo que ametralló al pueblo Qom el día de la Masacre

Fue el bloque socialista del Congreso, encabezado por Francisco Leirós, el que tomó cartas en el asunto. Con una investigación propia, desmontaron la versión oficial y la escena más estremecedora de ese proceso ocurrió en el recinto legislativo, cuando Leirós expuso un frasco con las orejas y testículos de Pedro Maidana, encontrados en la comisaría de Quitilipi. Esa imagen sacudió al país.

Increíblemente, pese a las aberrantes pruebas, la justicia federal pasó de largo. El gobernador Centeno lejos de ser destituido, continuó en su cargo durante dos años más. Ninguno de los responsables fue juzgado y la masacre fue enterrada bajo una densa capa de impunidad institucional.

Durante el “juicio por la verdad” por la Masacre de Napalpí

La Masacre de Napalpí fue silenciada al punto de haber caído casi en los cajones del olvido; de lo que no pasó. Aunque, le llegó su hora de rescate: recién en el siglo XXI, el trabajo de historiadores, activistas de derechos humanos y miembros de la comunidad Qom logró reabrir el caso.

En 2022, en un juicio por la verdad impulsado por la Secretaría de Derechos Humanos y los pueblos originarios, la justicia argentina reconoció oficialmente que lo ocurrido en Napalpí fue un crimen de lesa humanidad y el Gobierno nacional pidió perdón por esos crímenes contra el pueblo Qom y Mocoit. Con ese pedido de perdón, el Poder Ejecutivo designó al Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) como garante del cumplimiento de las medidas reparatorias ordenadas por la sentencia dictada en el juicio por la verdad en Napalpí. ​

La presidenta del INAI de ese momento, Magdalena Odarda, dijo: “La mejor medida de reparación histórica será el avance de los relevamientos territoriales estipulados en la Ley 26.160, con sus prórrogas y la sanción definitiva en el Congreso de la Nación de la ley de Propiedad Comunitaria Indígena”.​

Aunque el juicio no tuvo condenados —porque no quedaban imputables con vida— ese reconocimiento fue clave para la reparación histórica y simbólica de los pueblos masacrados. El Estado pidió perdón públicamente y se establecieron sitios de memoria en la zona donde sucedió la matanza. Desde entonces, se promueve hablarlo en las escuelas y se habla de la recuperación cultural de las comunidades afectadas.