Una maestra la golpeó, una profesora la “salvó” y un diagnóstico le cambió la vida: “Perdón, es que soy disléxica”

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Ana creyó que sus dificultades a la hora de aprender sólo le permitirían terminar el secundario y nada más. Pero el año pasado se recibió de médica

Tenía 11 años y fue fuera del aula en la que cursaba la escuela primaria. La maestra de matemática, que siempre le gritaba, volvió a gritarle. Volvió a zamarrearla. La golpeó. “A ella le molestaba que yo no entendiera lo que ella explicaba. Le molestaba tanto que terminó golpeándome”. La violencia extrema de esa maestra contra Ana Milagros González y Méndez no sería la única que le tocaría padecer.

Más de diez años después, un profesor universitario de Neurología la interrumpió en un examen oral para decirle: “Sos deficiente mental”. A Ana le estaba costando decir una palabra. Intentaba, volvía a intentar y no le salía. El profesor la agredió y el examen terminó allí mismo.

Pero a diferencia de aquel día en que la maestra la había golpeado, Ana ya sabía porqué le costaba decir algunas palabras, hacer alguna cuenta, leer un texto sin sobresaltos: tiene dislexia, discalculia y dislalia.

Ana tiene 29 años y se recibió de médica el año pasado. Trabaja como generalista en ambulancias de baja complejidad y en consultorios, y el 1º de julio rendirá el examen que, de aprobarlo, la convertiría en residente de Neurocirugía. Vive en Núñez, ejerce en San Fernando y está de novia desde hace cuatro años con Santiago, que también es médico.

Terminó la escuela primaria en medio de la incertidumbre por esos errores ortográficos que se repetían algunos renglones después de haber escrito bien esa misma palabra, y de ecuaciones que no llegaban al resultado indicado porque en el medio cambiaba de lugar algún número, o un menos por un más. Eso la expuso a burlas y distancia por parte de sus compañeros, al desconcierto del gabinete psicopedagógico y de sus padres, e incluso a reacciones extremas como la de aquella maestra.

Ana padece dislexia y discalculia, lo que implica confusión con letras y también con números (Freepik)

Terminó de cursar la escuela secundaria en medio de esa misma incertidumbre, aunque con una coraza. “Yo ya había construido una personalidad en la que les podía dejar claro a mis compañeros que no me molestaran. Estuve bastante aislada de los demás compañeros, construí una personalidad cerrada, pero estaba claro que nadie se iba a meter con lo que me pasaba”, le dice Ana a Infobae.

En el secundario, se llevó matemática todos los años. Y los últimos dos decidió no rendir la materia, sino dejarla previa. “Yo pensaba que iba a llegar hasta ahí, a terminar de cursar el secundario. Ya no quería saber más nada, pero en un momento decidí rendirlas”. Su vida estaba a punto de cambiar.

Un descubrimiento imprescindible

“Mi tía, docente, conocía a una profesora de matemática y física que ya se había jubilado y que ya no daba clases particulares, pero que por conocer a mi tía iba a hacer la excepción. Así que fui a su casa a estudiar para rendir matemática de 4º y 5º año”, reconstruye Ana. La profesora era “Marucha”, la primera en reparar sobre lo que realmente le pasaba a esa futura ex adolescente que había tenido obstáculos de aprendizaje durante toda su vida.

“Ella vio como nadie había visto antes esos errores de cambiar los números de lugar, o los signos de una cuenta. Y vio que no eran errores como los habituales. Incluso se daba cuenta de errores que había cometido y había borrado porque revisaba lo que había quedado marcado con el lápiz. Todo eso le llamó muchísimo la atención y me dijo de una: ‘Me parece que tenés que hacer una consulta porque sos disléxica’”.

Esa indicación le abrió un camino que Ana nunca antes había tenido delante suyo. El de la certidumbre. “Lo consulté con mi psicóloga, con varios otros especialistas, y me confirmaron que sí, que era dislexia y discalculia, que son el mismo tipo de dificultad con letras y con números. Con el tiempo le puso nombre a la otra condición que presentaba, esa que un tiempo después, ya en la UBA, la haría confundirse de palabra ante un docente violento de Neurología: dislalia.

Gracias a las técnicas de una profesora particular, Ana aprendió a hacer resúmenes que no la fatigaran

“A mí me cambió la vida eso que me dijo Marucha. Fue un antes y un después respecto de la personalidad y la vida que yo pude construir, porque si yo no me hubiera encontrado con ella en el camino, tal vez hubiera aprobado el secundario pero jamás habría tenido la seguridad que tengo hoy sobre mí, sobre la capacidad de aprender que tengo”, dice Ana, y suma: “Yo tenía un montón de inseguridad sobre qué me pasaba, y ahora sé que puedo estudiar a mi manera y aprender. Por eso salir de esa incertidumbre y ponerle nombre a lo que me pasaba me transformó en la persona que soy hoy, con muchas más herramientas”.

Una agresión que desencadenó una crisis

El descubrimiento de porqué las letras y los números a veces “bailaban” en el pizarrón o en el libro, el nombre de eso que le pasaba y que había exasperado hasta la violencia a algún docente y la había inquietado durante casi veinte años, cambió la forma en la que Ana se ve a sí misma.

Los golpes de esa maestra que la agredió cuando tenía apenas 11 años le habían desencadenado un trastorno del crecimiento para el que tuvo que tratarse con medicación intravenosa: es que corría el riesgo de no medir más que el metro veinte que ya medía, o a lo sumo cinco centímetros más. “Pero el tratamiento que me indicó un endocrinólogo llegó justo antes de mi desarrollo y permitió que siguiera creciendo”, cuenta Ana, que ahora alcanza el metro sesenta.

“Yo durante todos esos años de no saber qué tenía me daba cuenta de que algo pasaba. Sentía que me costaba un montón, pero a la vez me daba cuenta de que el problema no era por ‘burra’, por decirlo de alguna manera”, cuenta. Sentía que prestaba atención y que las cosas le salían como si no estuviera prestando atención. No importaba si copiaba del pizarrón o seguía un dictado, y cuanto más nerviosa se ponía, más errores cometía. Se sentaba bien cerca del pizarrón para que le costara lo menos posible. Y en medio de las preguntas sobre qué le pasaba, apareció -y luego se descartó- la posibilidad de que las complicaciones de aprendizaje que atravesaba estuvieran vinculadas a una dificultad visual. Para no sentir que “las letras bailaban”, Ana evitaba leer textos largos, y cuando lo hacía, seguía cada renglón con una regla.

“El gustito de agarrar algo para leer y disfrutar lo empecé a sentir recién a los 19 años, cuando empecé a descubrir qué era lo que me pasaba y aprendí algunas estrategias para que no me cueste tanto”, cuenta.

Trucos para aprender

Marucha fue la guía que Ana necesitaba para construir esas nuevas formas de aprender que pudieran convivir con su dislexia y su discalculia de forma más armónica. “Lo primero que hizo fue hacerme comprar un cuaderno nuevo. Uno con hojas que no me molestasen, más mate que brillantes, y cuadriculado para que eso me ayudara con el orden de los números”, se acuerda.

Su billetera tiene que estar ordenada y en cada

“Me enseñó también a usar el lápiz de forma de no dañar las hojas y ni siquiera dejar los errores marcados al borrar, porque eso podía confundirme. Y lo más importante: me enseñó a estructurar lo que yo escribía, fuera una ecuación o un resumen de texto, bien paso por paso. Aunque el paso fuera una obviedad, yo lo escribía porque eso me ayudaba muchísimo a no confundirme y a ordenarme, que era imprescindible para mí”, sigue Ana.

Sus clases con Marucha pasaron a ser menos de matemática y más de aprender a hacer sus propios apuntes y entenderlos, contemplando el desafío que supone la dislexia y la discalculia. Con esas estrategias en su haber, Ana pudo avanzar mucho más de lo que creía apenas un tiempo antes: se inscribió en el CBC y empezó la carrera de Medicina.

“Aprendí a usar código de colores en los apuntes para que me ayude a ser ordenada y se me facilite el estudio por lo visual, más allá de las letras. Por ejemplo, en los apuntes usaba un color para diagnóstico, otro para tratamiento, y así. Y además, entendí que tenía que armar apuntes con bastante aire y pocas palabras para no fatigar la vista. Si la hoja quedaba un poco arruinada, la tiraba y empezaba de nuevo”, cuenta. A la suma de todos esos recursos la define como “higiene de la escritura”.

Ana aprende mejor viendo videos o escuchando podcasts que leyendo porque puede concentrarse mejor en ese tipo de formatos. “Cada disléxico tiene sus mañas y va descubriendo qué es lo que más le sirve. A mí escuchar me hace no confundirme tanto como cuando leo respecto de las palabras, por eso me sirve ese formato”, describe Ana. Para ella, “lo mejor es la combinación de sentidos, por ejemplo combinar la visión con lo auditivo”.

Lo tiene claro: el estrés es un detonante para que aparezcan los errores de escritura, sea de letras o de números, o incluso de pronunciación de algunas palabras. “A veces cuando estoy muy nerviosa o muy cansada aparecen más esos errores, aunque también pueden aparecer sin sentirme así. Y no es que me equivoco con cosas nuevas solamente, me puedo equivocar con un dato habitual como la dirección de mi casa. Así que la clave es tratar de mantener el mayor orden posible. Lo hago también con los billetes en la billetera porque me ha pasado de entregar uno pensando que era de menor valor y perder plata”, explica. En cada “sección” de su billetera hay un tope máximo de plata para confundirse menos, y orientarse por colores es lo que más la ayuda.

Ana atravesó toda su escuela primaria y secundaria sin saber cuál era ni cómo amortiguar su dificultad de aprendizaje (Imagen Ilustrativa Infobae)

“Lo que aprendí de todo esto es que siempre hay que estar atentos a los chicos en el colegio. Cuando un adulto note que les está costando mucho, que no pueden hacer la tarea o seguir lo que pasa en clase, hay que hacerse preguntas. Sea dislexia o sea lo que sea, en la enorme mayoría de los casos lo que pasa es que a ese chico le está pasando algo, desde ser víctima de bullying hasta atravesar un trastorno del aprendizaje como tuve yo. Por eso hay que prestar atención y hacer las consultas que haga falta”, concluye.

Lo escuchó infinitas veces: “Ay, es la dislexia”. “Un montón de gente comete un error al escribir y enseguida dice ‘es la dislexia’ como en chiste o, sobre todo, como si esa fuera una manera de explicar rápidamente el error. Muchas veces yo lo termino diciendo, pero siempre con la aclaración imprescindible: ‘Perdón, es que soy disléxica. Pero en serio‘”, remata Ana, y se ríe.

Tardó unos veinte años en ponerle nombre a esa confusión en la que vivía. Ahora que ya sabe cómo se llama, la nombra cada vez que le hace falta para que la entiendan.